Mis padres se esforzaron por darme una educación basada en el respeto y la tolerancia. Sin importar la forma de ser o de pensar de los demás, debía de entender y aceptar que todos somos distintos, y que eso nos hace especiales.
Crecí en un hogar en donde mi color de piel es algo para sentirme orgullosa, un hogar en donde aprendí a amarme a mi misma tal cual soy, y en donde no me compraron ni una muñeca Barbie hasta que se enteraron que habían versiones latinas y negras. Llegué a tener hasta una asiática, pero ni piensen que la rubia que figuraba entre mis muñecas vino de algún familiar directo.
En este ambiente maravilloso, en donde se me enseñó que lo negro es bello, y que el orgullo de nuestra propia identidad es lo que nos brinda una autoestima firme, vino de forma evidente una visión de que el racista no tiene muchos tornillos bien puestos en su cabeza. Y conforme fui creciendo me di cuenta que el racista de tez oscura no tenía en su cabeza ni tornillos ni tuercas.
Señores, seamos realistas, en este país ni los de piel más clarita son blancos, y aún así, aparecen mulatos y algunos mestizos que se llenan la boca diciendo “yo no soy negro”. Pues, mis queridos, sepan que mucho menos son blancos.
Renegar de su origen, o peor, de su color de piel no sólo raya en lo ridículo, sino que nos permite ver que esa persona que huye de su ascendencia, huye de sí mismo y de su realidad. Están, pues, parados en terreno que desconocen.