Batallar contra el polvo y la mugre de los pisos, armada de un suape y una escoba. Desvanecer el polvo sobre los gabinetes, liquidar la grasa de los trastes. Comandar las ya salvadas víctimas a sus respectivos lugares en las gavetas de la cocina, y dirigirme a mi cuartel general… mi cuarto.
Como ven, éste ha sido un tremendo fin de semana. Por favor, noten el sarcasmo.
No tengo ánimos de quejarme, pero en comparación con los fines de semana de universidad, éste fue demasiado pasivo… y aún teniendo cosas pendientes, mi holgazanería se ha dado fiesta.
Luego de superar mi horrible migraña, me he puesto a inventar un poquito en Photoshop. Quizá postee los resultados más adelante.
Pero el tema del día de hoy será uno muy apasionante: mi manía por las comas.
Aquellos que le presten atención a este aspecto de la redacción (que son pocos, hay que decirlo), notarán que en mi blog, a veces de forma exagerada, están muy presentes las comas. Adoro las pausas breves, sutiles de las comas, y es manía mía, muy marcada, el ponerlas en todos lados, y corregir en voz alta a las personas cuando “se comen” una de mis amigas.
Creo que ese hábito me ha colocado en la lista de personas insoportables de algunos compañeros, y pido disculpas si a alguien he ofendido. Pero la verdad es que no puedo evitarlo, desde que aprendí a usarlas correctamente, las comas han sido la parte más divertida de mi proceso de redacción, dedicando minutos extra a la revisión, no por las faltas ortográficas, sino por cerciorarme de que he colocado tantas comas como necesarias, y a dónde fuera necesarias.
Por qué mi afán con éste signo?
Pues, mis queridos lectores, las comas no sólo sirven para enumerar, sino que determinan la pronunciación de la frase, colocando las pausas y el ritmo de la lectura. Incluso, de colocar una coma en mal lugar, podríamos construir una oración con un sentido distinto al que pretendemos, o sin sentido alguno.
Algo que la mayoría de la gente obvia, al dirigirte a otra persona, hay que poner una coma:
Mis padres se esforzaron por darme una educación basada en el respeto y la tolerancia. Sin importar la forma de ser o de pensar de los demás, debía de entender y aceptar que todos somos distintos, y que eso nos hace especiales.
Crecí en un hogar en donde mi color de piel es algo para sentirme orgullosa, un hogar en donde aprendí a amarme a mi misma tal cual soy, y en donde no me compraron ni una muñeca Barbie hasta que se enteraron que habían versiones latinas y negras. Llegué a tener hasta una asiática, pero ni piensen que la rubia que figuraba entre mis muñecas vino de algún familiar directo.
En este ambiente maravilloso, en donde se me enseñó que lo negro es bello, y que el orgullo de nuestra propia identidad es lo que nos brinda una autoestima firme, vino de forma evidente una visión de que el racista no tiene muchos tornillos bien puestos en su cabeza. Y conforme fui creciendo me di cuenta que el racista de tez oscura no tenía en su cabeza ni tornillos ni tuercas.
Señores, seamos realistas, en este país ni los de piel más clarita son blancos, y aún así, aparecen mulatos y algunos mestizos que se llenan la boca diciendo “yo no soy negro”. Pues, mis queridos, sepan que mucho menos son blancos.
Renegar de su origen, o peor, de su color de piel no sólo raya en lo ridículo, sino que nos permite ver que esa persona que huye de su ascendencia, huye de sí mismo y de su realidad. Están, pues, parados en terreno que desconocen.